Esta historia siempre la cuento cuando estamos en reunión de noche de espantos y aparecidos: El día que Vero Gonzalez @verosimiles me llevó a conocer la Catedral de Notre Dame, me habló de su antigüedad, la recorrimos juntas en su interior, oscura y gótica; de todo, menos santa, al menos como yo la sentí. Tal vez, fue porque supe de sus historias macabras de personas lanzadas desde las alturas del templo o porque todo lo gótico me da algo de miedo. Lo cierto es que yo quería ir a ver las gárgolas y a tomarme una foto con ellas, como si fueran Pluto o Mickey, en aquello que a mí me causaba la misma emoción que ir a Disney. Verónica no me acompañó, me dijo que ella ya había subido esas escaleras y que prefería quedarse abajo mientras yo subía. Comencé el recorrido después de pagar unos euros, cuya cantidad no recuerdo. Era una escalera de piedra en caracol que me llevaría hasta cierto punto de un costado de la catedral. Jamás a lo más alto, no era apto al público. Pero a mí igual me serviría ver París y mis gárgolas de “Quasimodo” desde donde fuera. Comencé a subir... a mitad de camino había una tienda de curiosidades y artículos como de época. Loca por arrancar un pedazo de ese ícono mundial y llevármelo a mis cajones de Maracaibo, me compré una pluma verde para escribir tipo las de Harry Potter, que nunca he usado. Las escaleras se hacían cada vez más angostas y cansonas.
Tuve que parar más de una vez, porque por falta de aire me ahogaba. Me comencé a incomodar cuando vi que los muros igual se volvían más angostos, y con ellos el espacio para seguir subiendo. Eran más de 800 años de historia que se me venían encima para aprisionarme. ¡No era cualquier cosa! Volteé a ver si alguien venía detrás de mí, para acompañar con camaradería la inquietante escena. Pero no, nadie abajo venía a empujarme en la subida. Al levantar la vista al cielo empedrado, me helé del susto: ¡un visaje, un muerto, un aparecido! Tuve uno que otro cuando era muy niña. Se fueron alejando con la madurez de los años mozos. Pero ninguno como ese: era una mujer, no vi su cara. Me quedé pegada en su vestido frondoso, roído, celeste pálido y lleno de sangre. “¡Ay Chinita! ¡Protegéme!” Cerré los ojos y abrí. Sólo estábamos las delgaduchas escaleras y yo. Arropándonos una a la otra. Pensé en devolverme volando, pero arriba o abajo, la distancia era la misma y mi compromiso con esa vista de París, que viajé a buscar tantos kilómetros, le ganó al terror por lo vivido. Salí al aire libre como pude, a respirar y a ver el paisaje un poco gris del momento (dado el invierno de la época) Tomé la foto a la vieja gárgola. Era obvio que después del susto, yo iba a salir más que fea, así que obvié la selfie. Sólo quería salir corriendo a buscar a Verónica y contarle. No recuerdo qué tan rápido bajé las escaleras ni cómo lo hice. La siguiente escena de mi película fue encontrar a Vero sentada en una banca, ecuánime y sabia como siempre es ella, y como si supiera exactamente lo que pasó, me miró y me dijo: “¿te asustaste verdad? ¡Nos vamos de esta verga!” Y nos reímos como buenas maracuchas. Esa es mi historia de #notredame. Que ahora arde en llamas.
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Rita Padrón @ritapadron
Periodista venezolana radicada en Chile