Estaba atrapada entre las olas de la Costa Brava,
como un sándwich entre capas de agua salada,
cuando una piedra llegó a mi mano.
Era pequeña, cobriza, y parecía un fragmento del tálamo de un jabón antiguo.
Al sentir su peso en mi palma, decidí que la llevaría conmigo a Sabadell, donde me sería útil en la cocina, machacando ajos para mis guisos.
Pero la piedra, al escuchar mi plan,
escapó de mis dedos y volvió al mar,
dejándome claro que era libre.
Nadie era su dueño; ni el mar, ni yo.
La impermanencia se asomó en ese instante y me enseñó una lección silenciosa.
La piedra fue mía sólo un instante, lo suficiente para saber que nada permanece, todo fluye y se va.
Fin.